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En su libro autobiográfico, Sueños, recuerdos y pensamientos, el psiquiatra suizo C.G. Jung narra un encuentro que tuvo con un jefe de la etnia Hopi llamado Ochwiay Biano, o «Montaña de lago». El encuentro ocurrió en 1925 y duró apenas un día, pero lo impactó profundamente.
El jefe Hopi (uno de los pueblos que habitaban la zona de Taos, Nuevo México) le dijo al psiquiatra que los hombres blancos siempre se veían inquietos e incómodos. «Sus ojos miran intensamente, como si siempre estuvieran buscando algo. ¿Qué es lo que están buscando? (.) -preguntó-. No sabemos qué es lo que quieren, no los entendemos. Pensamos que están locos’.
Cuando Jung le preguntó por qué decía eso, el hombre respondió: ‘Dicen que piensan con la cabeza’. Sorprendido, Jung quiso saber con qué pensaban ellos. Montaña del lago se señaló el corazón.
Esta visita lo llevó a Jung a considerar cómo distintas culturas valoraban el pensamiento y la emoción de manera diferente, así como lo hacían los individuos. En una carta que le envió a Montaña del lago varios años después, el psiquiatra decía: «Me estoy abocando a explorar la verdad en la que creen los indios. Siempre me impresionó como una gran verdad».
El padre de la psicología profunda se refería con esto a una visión mitológica que le otorgaba al hombre un lugar humilde pero significativo en el universo, y lo conectaba con un sentido de propósito. Pero ese propósito, está claro, no se pensaba tanto como se sentía, se intuía, y el lugar donde se producía esa alquimia era el corazón.
¿Qué es el corazón, aparte de un órgano sin el cual no podemos existir un solo instante?
Podemos imaginarlo como una suerte de muñeca rusa, con sus funciones vitales contenidas en otras más vastas y sutiles. En su aspecto físico, el corazón es el gran regente: provee de oxígeno y nutrientes a los tejidos del cuerpo y desaloja el dióxido de carbono y otras sustancias de desecho, a la vez que marca el ritmo de todo el organismo. En el aspecto emocional, es el lugar donde experimentamos el impacto de los golpes de la vida (que amenazan con quebrarlo, y a veces lo hacen), y es a la vez el lugar donde vamos a sanarnos, porque en sus aguas profundas nacen las emociones más poderosas y transformadoras. En términos espirituales, casi todas las tradiciones de sabiduría señalan al corazón como el asiento del alma, ese núcleo vital que nos habita y nos guía.
Pero ¿qué podría significar, exactamente, «pensar» con el corazón?
Hoy sabemos que este órgano vital tiene una inteligencia propia, dotada de una compleja red neuronal y de un circuito de neurotransmisores que modulan el ánimo y regulan la interacción entre los distintos sistemas. Descubrimientos de la rama relativamente joven de la neurocardiología indican que el corazón es un órgano sensorio, dotado de un aparato de procesamiento de información sofisticado que le permite aprender, recordar y tomar decisiones funcionales con independencia del cerebro. Además, el corazón puede producir 2.5 watts con cada pulsación, creando un campo electromagnético afín al que rodea la tierra y el sistema solar.
Modular emociones, cambiar patrones
La gran pregunta es: ¿podemos hacer algo para influir en el poderoso campo electromagnético del corazón? Los científicos del HeartMath Institute, de EE.UU., aseguran que podemos modular este campo, auto-generándonos a voluntad un estado de «coherencia» cardíaca. ¿Qué significa «coherencia» en este contexto? Una sincronización entre las ondas electromagnéticas del corazón y las del cerebro que optimiza el funcionamiento de ambos y energiza a todos los sistemas del cuerpo, redundando en una mayor claridad mental y sosiego emocional.
He aquí lo llamativo: la capacidad de generarnos ese estado de paz y sosiego siempre ha estado a nuestro alcance. Alcanza con generarnos -por espacio de unos minutos- una emoción positiva como el amor, el aprecio o la gratitud. La técnica específica que propone HeartMath es la siguiente:
1.Enfocar nuestra atención en la zona del corazón. Imaginar que respiramos desde y hacia el corazón, adoptando un ritmo respiratorio levemente más lento y profundo que el habitual.
2.Traer a la conciencia una emoción «regeneradora» como el amor, el aprecio, la compasión o la gratitud (pensando en una persona, un recuerdo o una situación que nos las inspire).
3.Irradiar esa emoción hacia uno mismo y los demás.
Esta práctica -y sus efectos comprobables- pone de relieve que no todas las emociones son iguales. Todas son evolutivamente útiles y necesarias (como hemos visto en en La inteligencia incomprendida de las emociones), pero mientras que las emociones aflictivas (como el enojo, el miedo, la tristeza) son vitales y oportunas solo a corto plazo, las así llamadas emociones positivas protegen nuestra salud a largo plazo, propician un pensamiento creativo y flexible, y fortalecen nuestros vínculos.
Dentro de las emociones positivas hay un subgrupo que podríamos llamar «emociones esenciales». Estas emociones van aún más lejos en sus alcances porque son de naturaleza transpersonal: nos ayudan a salir del pequeño yo y sus limitados intereses, y a conectar con una mirada más amplia de la vida, que incluye a las demás personas y a todo lo que nos rodea. Las más importantes son: el amor, el asombro, la bondad, la compasión, la alegría, la gratitud y el perdón. El amor es, además de una emoción, un sentimiento, una actitud, una forma de estar en el mundo y la fuente de la que todas las emociones esenciales manan. Pero es necesario alimentar ese manantial con dosis cotidianas de todas ellas.
Iremos viendo cada una de estas emociones y explorando prácticas que las promueven y desarrollan. Por ahora, baste decir que cultivarlas es convertirnos en una versión cada más auténtica de nosotros mismos. Allí donde la vida se arremolina y duele, allí donde nos sacuden las mareas, allí donde tememos el naufragio, justamente allí -un poquito más hondo- viven las vertientes que todo lo sanan: las aguas tibias del corazón.
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